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Marcos Rodolfo González OP

 Introducción

Trataremos de la belleza, de la belleza de Cristo y de la belleza de Cristo crucificado.

  1. – Sobre la belleza

La belleza es aquello que complace al intelecto. Se identifica realmente con el bien, pero se distingue del mismo según la razón. El bien dice más relación con la causa final. En cambio la belleza, al ser aprehendida por la inteligencia complaciendo a la misma, dice más relación con la causa formal que es la que corresponde a la inteligencia.1. La belleza requiere forma o proporción, integridad y claridad o luminosidad.2.

La belleza dice una relación profunda a la inteligencia, a las raíces naturales de la misma. En orden a la belleza, es la inteligencia misma la que se complace en sus entrañas y en su terminación actual; incluso de un modo antecedente al apetito natural y elícito de la voluntad, o apetito racional. Y esa complacencia influye en la voluntad y en las distintas potencias del alma, en tanto participan de la racionalidad. En el ser humano, la belleza dice una relación especial, con la vista y con la audición que son los sentidos externos más abiertos al influjo de la racionalidad.3. Sin embargo pensamos que los otros sentidos, posteriormente se abren más a la belleza por el influjo espiritualizante de la resurrección gloriosa de la carne.

La belleza puede ser creada, como en un paisaje; o increada, como es en Dios4. Natural, como en un niño, y sobrenatural como en la gracia santificante. Natural, como en el cielo estrellado; y artística como en un cuadro de Velázquez o en un canto gregoriano.

  1. – Sobre la belleza de Cristo

Jesucristo es el Hijo de Dios hecho hombre por nosotros y por nuestra salvación. Su La belleza, en cuanto Dios, es indudable. Él, en su simple forma y razón de Deidad es, a la vez, uno en esencia y trino en personas e infinito. Contiene toda la perfección del ser creado y en su inmanencia infinitamente luminosa, inteligente e inteligible, se complace en sí mismo con su intelecto. Así es bello o la belleza misma. Y es la fuente de toda la belleza de las criaturas.5.

 Dice el Concilio de Calcedonia: “Siguiendo, pues, a los santos Padres, enseñamos unánimemente que hay que confesar a un solo y mismo Hijo y Señor Nuestro Jesucristo: perfecto en la divinidad y perfecto en la humanidad; verdaderamente Dios y verdaderamente hombre compuesto de alma racional y cuerpo; consustancial con el Padre según la divinidad, y consustancial con nosotros según la humanidad, en todo semejante a nosotros, excepto en el pecado (Cf. Hebr 4,5); engendrado del Padre antes de los siglos según la divinidad; y en los últimos días, por nosotros y por nuestra salvación, engendrado de María Virgen, la Madre de Dios, según la humanidad”.6.

 Jesucristo, en cuanto hombre tiene también una belleza que entra en el orden de la perfección, según una plenitud suprema y desbordante.7. Él es perfecto hombre, no sólo porque tiene todas las condiciones propias de la naturaleza humana; sino sobre todo porque esta naturaleza humana está unida a la persona divina del Hijo de Dios, que es fuente de la verdad, la belleza y el bien. Y además goza de la visión beatífica, desde su entrada en este mundo.

 A Cristo, en tanto hombre, por razón de la unión hipostática, de su visión beatífica y también de su influjo redentor y de la libre voluntad divina, le corresponde en plenitud la verdad, la bondad y la belleza. Pero esto se realiza diversamente. Se distingue al Cristo resucitado; y al mismo Cristo en el estado anterior. En este estado anterior, se habla de defectos asumidos por Cristo y se ubica a su pasión y muerte: al Cristo crucificado. En cuanto hombre, en la tierra, es al mismo tiempo celestial y viador. Es decir, es del cielo por su persona divina y por la visión beatífica que le corresponde desde su entrada en este mundo8.

 Y es viador por su generación humana entre nosotros los hombres, en orden a nuestra salvación y al merecimiento de su propia resurrección gloriosa.

 El Cristo hombre, luego de su muerte, resucita glorioso y asciende a los cielos. Entra en un ámbito terminal y definitivo que le corresponde para toda la eternidad. Y así tiene una consumada belleza. Considerando a Cristo en la tierra, hay que aceptar en Él una gran perfección humana, como obra maestra, fundamental y terminal de Dios. Con una gran belleza por la correspondencia entre el ser, la verdad, la bondad y la belleza.

La unión hipostática, la visión beatífica, con su perfecto acompañamiento de virtudes y dones, y la perfección intrínseca de su humana naturaleza, influyen en la perfección y belleza de Cristo. Y hay que tener en cuenta las exigencias de la salvación de los hombres que se consideran dentro de la historicidad de Cristo.

 La obra de la salvación es algo importante y definitorio en la identidad operativa y misional de Cristo, Él viene al mundo para tener su propia historia a favor de los hombres. No solamente es; sino que también se va haciendo con sus actos y padecimientos. Antes de la belleza terminal del cielo, debe tener una belleza como de tránsito. Y esto, sobre todo en la cruz. Esa belleza como de tránsito se va estableciendo desde su entrada en este mundo, por la encarnación. No es lo mismo la belleza del niño, del joven, del adulto. Ni es la misma la belleza de un hombre de salón, que la de un guerrero en combate. Así Cristo, en su tránsito en este mundo, se va conformando diversamente; y dentro de una unidad, va modificando su belleza siempre en orden a su pasión y muerte y resurrección gloriosa.

 Cristo es impecable, pero se dan en su naturaleza humana ciertos defectos, que no tienen la maldad del pecado, pero que resultan necesarios en orden a la salvación del hombre. Santo Tomás de Aquino expresa en la Summa Theol. III, 15,1: “Respondo diciendo que, como arriba (III, 14,1) se ha dicho, Cristo recibió nuestros defectos para satisfacer por nosotros; para comprobar la verdad de su humana naturaleza; y para ser para nosotros ejemplo de virtud. Y según esto es manifiesto que no debió asumir el defecto del pecado. Pues, primero el pecado nada opera en orden a la satisfacción: más bien impide la virtud de la satisfacción: porque, como se dice en Eclo. 34, 23 “los dones de los inicuos no aprueba el Altísimo”. De modo semejante también por el pecado no se demuestra la verdad de la humana naturaleza: porque el pecado no pertenece a la humana naturaleza, de la cual Dios es causa; sino que más bien es contra la naturaleza “por la inseminación del diablo introducido”, como dice el Damasceno. Tercero, pecando ejemplo de virtudes no pudo presentar: en cuanto el pecado contraría a la virtud. Y por tanto Cristo de ningún modo asumió el defecto del pecado, ni original ni actual: según aquello que se dice en I Pe 2,22: “el que pecado no hizo, ni se encontró dolo en su boca”.

 Y en la Summa Theol. III, 14,4: “Respondo diciendo que, como se ha dicho (a. 1), Cristo asumió los defectos humanos para satisfacer por el pecado de la humana naturaleza, para lo cual se requería que tuviera la perfección de la ciencia y de la gracia en el alma. Por consiguiente aquellos defectos debió Cristo asumir que son consiguientes al pecado común de toda la naturaleza, pero que no repugnan a la perfección de la ciencia y de la gracia.

Por consiguiente no fue conveniente que asumiera todos los defectos o enfermedades humanas. Pues hay ciertos defectos que repugnan a la perfección de la ciencia y de la gracia: como la ignorancia, la inclinación al mal, y la dificultad para el bien.

Pero hay ciertos defectos que no son consiguientes de modo común a toda la naturaleza humana por el pecado del primer padre, sino que son causados en algunos hombres por algunas causas particulares: como la lepra y la epilepsia; y otros de este modo. Los cuales defectos a veces son causados por la culpa del hombre, a saber por el desorden en el modo de vivir: o a veces por el defecto de la virtud formativa. De los cuales ninguno conviene a

Cristo: porque su carne es concebida por el Espíritu Santo, que es de infinita sabiduría y bondad, y no puede errar o defeccionar; y el mismo nada desordenado en el régimen de su vida ejercitó.

Pero son unos terceros defectos que en los hombres se encuentran por el pecado del primer padre: como la muerte, el hambre, la sed y otros de este modo. Y a todos estos defectos Cristo asumió. A los cuales el Damasceno llama “pasiones naturales y carentes de reprensión”: naturales ciertamente, porque son consiguientes comúnmente a toda la humana naturaleza; carentes de reprensión, porque no implican ningún defecto de ciencia ni de gracia”.

La perfección de la santidad de Cristo exige no sólo la exclusión del pecado, sino también del llamado “fomes peccati”, que es una inclinación del apetito sensible en aquello que contraría a la recta razón.9. Se excluye la ignorancia en Cristo por la perfección de su ciencia10. El alma de Cristo fue pasible: pudo padecer.11. Con padecimientos tanto corpóreos como el dolor ante una herida; y psicológicos, como la tristeza. Y esto, por tener naturaleza humana y apetito sensible. Particularmente, pudo tener dolores sensibles, tristeza y temor. Tuvo ira, pero santa. Se admiraba; esto, en el orden correspondiente a su ciencia adquirida.

La belleza humana, exterior, física de Cristo en este mundo ha sido discutida por algunos.12. Sin embargo, prevalece la idea de su belleza interna. Y así lo entendemos nosotros.

Se trata de una belleza completamente original, adaptada al misterio de la salvación de los hombres y a las distintas facetas de su vida.

 La belleza de Cristo en este mundo, es claramente una belleza más interna que externa, por el influjo de la unión hipostática, de la perfección de la naturaleza asumida y de la visión beatífica con la plenitud de gracia. La unión hipostática importa que la única persona de

Cristo es la persona divina del Hijo, y que su naturaleza humana subsiste en esa persona del Hijo, unida a la naturaleza divina, y existiendo con el esse divino. No hay mayor unión con la belleza divina que ésta. Y aunque está siempre de por medio la libre voluntad divina en orden a la determinación de las cosas creadas; sin embargo hay que pensar que todo lo creado se ordena a la manifestación de Dios y de la belleza divina; siendo Cristo en su condición humana, la máxima manifestación y lugar de comunicación de Dios.

Por otra parte, en la encarnación se trata primeramente de un cierto descenso de Dios a los hombres que se expresa particularmente en la humildad y en la obediencia hasta la muerte (Flp 2, 5-11). Y se expresa también en la condición física y psicológica de Cristo; y hasta en su misma belleza. Por eso pensamos que la belleza de Cristo en este mundo se presenta como teniendo un cierto color opaco y no demasiado brillante.

Así la belleza de Cristo que es plenamente lograda en su interior; externamente tiene como un freno que acompaña a la condición pasible de su alma y de su cuerpo. Está la visión beatífica del alma de Cristo. Hay resplandores de su santidad y de su sabiduría maravillosa.

Están su silencio y su palabra, con sus signos y milagros. En su majestad y humildad, están realmente presentes su sacerdocio nuevo y eterno, su condición de rey y de supremo maestro.

Pero no es la belleza de un hombre “bonito” según el mundo; sino que está más cerca de la misma la que tiene, por ejemplo, un fuerte y digno caminante, pastor y trabajador expuesto, sin maquillajes, a las inclemencias del tiempo. O un judío, que se presentara como gaucho de las llanuras y montañas argentinas, con valor físico y moral, buen sentido, amor a Dios y al prójimo y un poncho no brillante, sino un tanto apagado.

 Entiendo que al tener su origen terreno por obra del Espíritu Santo y a partir de la Virgen María, Jesucristo, además de su condición de judío legítimo, tiene una especial universalidad humana. Pensando en la belleza de Cristo en la tierra, hay que pensar en la belleza de la zarza ardiente del desierto, en la condición de la nube que acompañaba a los israelitas en su marcha de liberación por el desierto, en la belleza del cordero pascual, en los signos del pan y del vino, en la belleza de las tierras de Galilea, en la vida de las aguas del río Jordán. En la Virgen María: sencilla y fecunda.

  1. Sobre la belleza del Cristo crucificado

Para reconocer la belleza del Cristo crucificado hay que utilizar la inteligencia y más que nada la fe. Los relatos evangélicos, y particularmente los del profeta Isaías, son impresionantes. Y algunos podrían pensar que no queda lugar para la belleza en el Cristo crucificado: “He aquí que mi Siervo prosperará, será engrandecido y ensalzado, puesto muy alto. Como de él se pasmaron muchos, tan desfigurado estaba su rostro que no parecía ser de hombre; así se admirarán de él las gentes, y los reyes cerrarán ante él su boca, al ver lo que jamás vieron, al entender lo que jamás habían oído. ¿Quién creerá lo que hemos oído? ¿A quién fue revelado el brazo de Yavé? Sube ante Él como un retoño de raíz en tierra árida. No hay en él parecer, no hay hermosura que atraiga las miradas, no hay en él belleza que agrade. Despreciado, desecho de los hombres, varón de dolores, conocedor de todos los quebrantos, ante quien se vuelve el rostro, menospreciado, estimado en nada” (Is 52, 13-53, 3).

 Sin embargo, en el Cristo crucificado hay belleza. La bondad y belleza de las criaturas es algo que se establece por Dios. Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo es el mismo ser subsistente y es causa de las criaturas en todo lo que son, aunque no en el pecado.

En el Cristo crucificado hay belleza porque la obra de la salvación de los hombres que en esos momentos realiza es una obra de suprema bondad y perfección, -divino-humana-, que responde perfectamente a algo fundamental del proyecto divino sobre todo el universo. Con una bondad y un esplendor que tienen aptitud objetiva perfecta, que se conforman con el intelecto divino y pueden satisfacer las raíces apetitivas del intelecto natural y sobrenatural de las criaturas, aunque se acompañen de heridas, dolores y muerte asumidas como instrumentos de glorificación de Dios y de salvación de los hombres.

Cuando se da el pecado, se rechaza a Dios, y la criatura racional se aparta de la fuente de su realidad. Sin embargo, siempre queda un resto de ordenamiento hacia Dios y algo de realidad en la criatura. De lo contrario, no se daría la existencia de la criatura. Y el pecado importaría una aniquilación, cosa que no acontece. Por el pecado, se importa una disminución mayor o menor de la belleza de la criatura. Cristo en la cruz no es un pecador, sino santísimo y por tanto bellísimo. Los demonios y los hombres combaten contra Dios en su Cristo. Los pecados llegan según una proyección hacia Él, y lo llenan de llagas y dolores hasta lograr su muerte. Pero el Cristo sigue, aunque de una especial manera. El Cristo que padece y muere por nosotros es el Hijo de Dios hecho hombre para nuestra salvación. Hay en los demonios y en los hombres pecados, especialmente de odio, crueldad y deicidio. Pero su ejecución en Cristo, aunque deje dolores, llagas y muerte, -como una cierta fealdad física-, no consigue el pecado en Cristo. Lo que hay en Él es la realización, -en culminación-, de la obra de nuestra salvación. Y esto, por modo de mérito, satisfacción, sacrificio, redención y eficiencia (Cf. Summa Theol. III, 48).

 Esta actitud supremamente bondadosa de Cristo, es al mismo tiempo, supremamente bella. La unión con Dios, que siempre se conserva en Cristo, garantiza todo esto. Él dice: “Abba, Padre, todo te es posible; aleja de mí este cáliz; más no sea lo que yo quiero, sino lo que quieres tú” (Mc 14, 36). La voluntad en cuanto naturaleza de Cristo y su sensibilidad natural, rehuyen las heridas, los dolores y la muerte. Pero por su voluntad deliberada se somete enteramente a la voluntad del Padre. Caifás dice: “Conviene que un hombre muera por el pueblo” (Jn 18, 14). En ese momento, Dios lo inspira como profeta13. Las llagas, los dolores y la muerte utilizados por Cristo según la voluntad del Padre a favor de la salvación de los hombres, están asumidos por Él en su naturaleza humana y en su persona divina. Y está también la visión beatífica de Cristo. De este modo, sus llagas, dolores y la propia muerte están en la fuente misma de la bondad y de la belleza con un tono de luz, de bondad y de belleza. Esto sólo hasta la resurrección gloriosa. Pero las llagas, -como condecoraciones y como algo claramente bello-, permanecen inclusive después de la resurrección gloriosa.

 Las palabras que Cristo va pronunciando tienen valor para conmover y transfigurar a todo el mundo. Su sangre derramada, habla mejor que la de Abel (cf. Hebr 12, 24). Cuando se produce su muerte gloriosa, su alma y su cuerpo se separan realmente entre sí. Pero, aunque estén separadas entre sí, permanecen unidas a la persona o subsistencia relativa del Hijo en Dios. El Verbo que se hizo carne, que se hizo hombre por nosotros, que se hizo sacerdote, se hace alma humana separada y cuerpo humano separado. Cristo, en su alma separada, desciende a los infiernos a predicar un mensaje enteramente luminoso y a abrir las puertas del cielo para los que permanecían en regiones de sombras. Cristo, con su cuerpo separado, maltratado pero inquebrantado (Cf. Jn 19, 36) e incorrupto en el sepulcro, espera la victoria de la resurrección gloriosa. ¿Qué puro cuerpo más bello se dio en la historia que ese cuerpo de Cristo, unido a la bondad y belleza de Dios y penetrado por la misma? La cruz de Cristo, se constituía en su representante, se purificaba con su sangre, expresaba la salvación para Dios y para el mundo (Cf. Summa Theol. III, 25,4; 46,4).

 La Virgen María, Madre de Dios, acompaña plenamente a su Hijo y es Corredentora y Madre de la Iglesia. También están, en círculo pequeño, el discípulo amado y algunas santas mujeres. Los graznidos de los buitres que volaban en círculos de muerte, tenían más de tono místico, que de furia de los deicidas. Todo el universo estaba tocado por la culminación interior, -divino-humana-, de la historia de Dios y de las criaturas en este mundo. El sacrificio redentor de Cristo, -anticipado sacramentalmente en la Eucaristía-, se prolonga a los cielos y allí inaugura una liturgia nueva y eterna. Nosotros ofrecemos el sacrificio bajo el supremo sacerdote que es Cristo, con los santos del cielo, y las benditas almas del purgatorio. Dios, caridad infinita, tiene dominio absoluto sobre las criaturas. Desde la libre donación del ser y la predestinación de las mismas a su íntima eternidad hasta su aniquilación.

De hecho Dios, misericordiosamente, no las aniquila, a pesar de la abundancia de los pecados.

Pero pone en Cristo, en la intimidad del hombre y del universo, el principio fundamental, perfecto y supremo de reconciliación: el sacrificio, en donde se reconoce a Dios como principio y fin de las criaturas y se expresa su dominio absoluto sobre las mismas; sacrifico que es ejercitado por Cristo de una manera suprema y perfectísima, no sólo ante los hombres, sino en la intimidad de su persona divina de Hijo. Por él, une a Dios con el hombre y con la derrota y debilidad del hombre y en eso mismo perfecciona su sacrificio. Las heridas, los dolores, la muerte, -la debilidad de Dios-, y no sólo la luz beatífica, la caridad y las palabras tienen su parte en el perfecto y bellísimo sacrificio. (Cf. I Cor 1, 22-25; Hebr 4, 14-5, 9).

 Conclusión

 La belleza de Cristo crucificado se explica y justifica porque se trata de algo proyectado y realizado por Dios en su Hijo, en orden a la salvación de los hombres. No hay que ver solamente al pecado de los hombres; sino más que nada al Cristo salvador que se sacrifica y así, actúa y padece por los hombres con una carga inmensa e infinita de bondad, luz y belleza.

La fe, la caridad y la inteligencia tienen que llevarnos a descubrir esa belleza suprema, lastimera y con sombras que Dios clava en la tierra para reconciliarse con los hombres y con el universo. Como decía Juan Pablo II: “En la lucha “cósmica” entre las fuerzas espirituales del bien y del mal…los sufrimientos humanos, unidos al sufrimiento redentor de Cristo, constituyen un particular apoyo a las fuerzas del bien, abriendo el camino a la victoria de estas fuerzas salvíficas”.14.

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1 Cf. Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae, Marietti, Taurini-Romae 1950, I, 5, 4, ad 1.

2 Cf., Ibidem, Ib. I, 39, 8, c.

3 Cf., Ib. I-II, 27, 1, ad 3.

4 Cf. Santo Tomás de Aquino, In librum Beati Dionisii de Divinis Nominibus, Marietti, Taurini-Romae, c. IV, l.

5; Summa Theol., I, 39, 8, c.; Sagrada Biblia, Nacar-Colunga de la BAC, Madrid 1955, Ge 1,31.

5 Cf. Sagrada Biblia, ib.; Sab 13, 1-8.

6 Concilio de Calcedonia: Cf. El Magisterio de la Iglesia: Denzinger-Hünermann, Herder, Barcelona 1999,

n.301.; Sagrada Biblia, Cant 1,16.

7 Cf. Sagrada Biblia, ib.

8 Cf. Sagrada Biblia, Jn 1, 14.

9 Cf. Denzinger-Hünermann, 434.

10 Cf. Sagrada Biblia, ib.; S. Tomás de Aquino: Summa Theol., III, 15, 3.

11 Cf. S. Tomás de Aquino: Summa Theol., III, 14-15.

12 Cf. P. Maximiliano García Cordero: Jesús. He aquí el Hombre, Edibesa, Madrid 1966, 6, Semblanza corporal de Jesús, p. 197 s.

13 Cf. S. Tomás de Aquino: Catena Aurea, Cursos de Cultura Católica, 1946, V San Juan, 18, 14, p. 400-401

14 Juan Pablo II “Carta Apostólica Sobre el sentido cristiano del sufrimiento humano” del 11/2/1984, Paulinas,Buenos Aires 1984, 27, p. 65.; Cf. Joseph Ratzinger: “La contemplación de la belleza”, Mensaje a los participantes en un meeting en Rimini (Italia), del 24 al 30/8/2009, en Internet: http://www.zenit.org/phprint.php