images (2)En primer término, Jesús exige explícitamente que los hombres le sigan. Que le sigan, no en el sentido de estar dispuestos a reconocer como ejemplar su figura de Maestro, sino en el sentido, mucho más profundo, de «negarse a sí mismos». La figura y la palabra del Maestro tienen una significación decisiva para la salvación, de suerte que el gran tema del individuo es la adecuada y justa relación con Él: «No penséis que he venido a poner paz en la tierra; no vine a poner paz, sino espada. Porque he venido a separar al hombre de su padre, y a la hija de su madre, y a la nuera de su suegra, y los enemigos del hombre serán los de su casa. El que ama al padre y la madre más que a mí, no es digno de mí; y el que no toma su cruz y sigue en pos de mí, no es digno de mí» (Mt., 10, 34-38). Más aún, la exigencia alcanza un grado que sobrepasa toda posible relación escueta de maestro a discípulo: «El que halla su vida la perderá, y el que la perdiere por amor de mí, la hallará» (Mt., 10, 39). Marcos, a su vez, refuerza la frase con la adición, tan llena de significado, de «por mí y el Evangelio» (8, 35).

En este seguir a Jesús tiene lugar una decisión religiosa.

Jesús exige que el hombre se pronuncie por Él, tanto interna como externamente, y hace depender de ello la salvación eterna: «Pues a todo el que me confesare delante de los hombres, yo también le confesaré delante de mi Padre, que está en los cielos. Pero a todo el que me negare delante de los hombres, yo le negaré también delante de mi Padre, que está en los cielos» (Mt., 10, 32-33). Este decidirse y esta confesión se exige incluso en relación con aquellas personas que más dignas son del afecto: «El que ama al padre y a la madre más que a mí, no es digno de mí, y el que ama al hijo o a la hija más que a mí, no es digno de mí» (Mt., 10, 37).

De las frases citadas se deduce con toda claridad, que la elección exigida no es sólo de naturaleza ética, es decir, que no se halla situada bajo la norma de lo bueno y de lo que implica salvación, sino que se dirige a la persona misma de Jesús y significa una decisión propia y amor. Jesús no sólo exige, sino que ama, y el llamamiento que dirige al hombre es amor. «Y Jesús poniendo en él los ojos le amó», se lee en la historia del joven rico (Me., 10, 21), de la misma manera que toda la existencia de Jesús surge del amor de Dios al hombre caído: «Porque tanto amó Dios al mundo, que le dio su Unigénito Hijo» (Jn., 3, 16). A este amor debe corresponder también amor por parte del hombre; no amor sólo al «bien» o a «Dios», sino a Jesús vivo, y justamente por ello al bien y a Dios. Así dice Él mismo: «Si me amáis, guardaréis mis mandamientos» (Jn., 14, 15); sus mandamientos, ahora bien, son los del Dios Santo. Quien los cumple penetra en la existencia amorosa de Dios: «En aquel día conoceréis que yo estoy con mi Padre, y vosotros en mí y Yo en vosotros. El que recibe mis preceptos y los guarda ése es el que me ama; el que me ama a mí será amado de mi Padre, y yo le amaré y me manifestaré a él». Y una vez más: «Si alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él y en él haremos morada» (Jn., 14, 20-21 y 23).